El cambio abrupto que están experimentando la vida y la conciencia ciudadanas es de tal magnitud que la interpretación social requiere una dosis de mayor agudeza y sofisticación. Flota en el ambiente un interrogante que tiene la impronta de un enigma. ¿Cómo puede ser que solo el 30% de la población reconozca tener una capacidad de consumo que le permite sostener o mejorar su calidad de vida y el gobierno nacional cuente, en simultáneo, con 50% o más de aprobación?
Empecemos por aclarar que las dos cosas son verdad. Tanto nuestras recientes investigaciones cualitativas como una multiplicidad de encuestas de opinión pública dan cuenta de ello. No se trata de poner en tela de juicio el mensaje, sino de decodificar qué hay detrás de su intrincada formulación.
Entre los comportamientos aparentemente erráticos y las opiniones que lucen contradictorias puede detectarse un patrón humano ancestral, definido con maestría por Freud: la búsqueda del placer y la aversión al dolor. En esa tensión polar, sucede que algunos están más cerca del goce y otros, del sufrimiento. Y estas diferencias tienden a coagularse, volviéndose así más nítidas y contrastantes.
Es necesario considerar, adicionalmente, que el cuadro adquiere mayor complejidad y densidad cuando se descubre que, en buena parte de los casos, no se están procesando de un modo lineal o previsible ni el bienestar ni la restricción. Al menos, hasta ahora, en este tiempo histórico, que las propias personas definen como de “transición”. Es decir, el paso de una forma de ser o estar a otra. Una especie de interregno donde se diluye lo conocido y todavía lo nuevo no emerge del todo.
Un interregno, recurriendo a la definición original del término, es “un período entre dos reinos”. Antiguamente se nominó así a la instancia intermedia en la cual un Estado no tenía soberano. De manera análoga, podemos decir que atravesamos un período de discontinuidad, un intervalo, un lapso, un quiebre en el flujo de comprensión que nos permitía entender y explicar las dinámicas grupales e individuales. Se pone así de relieve una ausencia temporal: la de un corpus de sentido colectivo dominante que permita establecer relaciones de causalidad.
Nos falta el mapa, la brújula enloqueció y hace tiempo que el herramental técnico nos hizo perder la habilidad de leer las estrellas. Navegamos sin rumbo en el océano de la incredulidad.
El misterio del intrincado cuadro de situación se agudiza cuando detectamos que ambos registros, el disfrute y el malestar, se enredan entre los hilos de la vida íntima y aquellos que tejen lo contextual.
Son muchos quienes, de manera sorprendente y desconocida, aun experimentando dolor en lo personal o familiar, encuentran placer en el giro que están teniendo los acontecimientos de carácter grupal. Algo así como “yo estoy mal, incluso peor que antes, pero vale la pena el esfuerzo porque tengo confianza en el rumbo que está tomando el país”. Estamos hablando aquí de una nueva morfología en el hábitat donde se despliega la praxis cotidiana.
Un súbito brote de conciencia parece haber transformado una sociedad históricamente cortoplacista, ansiosa y endogámica, acostumbrada a estar centrada primordialmente en su suerte personal, en repentinos altruistas.
Iluminados repentinamente por la fe, los creyentes se transformaron en guardianes de la cohesión estructural, así como en cultores de la prudencia y la moderación que pregonaban hace 2500 años los filósofos estoicos. De pronto los argentinos parecen haber decidido dejar de pensar únicamente en sí mismos, para contemplar los intereses y el destino de sus descendientes y del conjunto.
Si estamos en una transición, en la mutación abrupta de un modo de ser a otro, en una pausa, un paréntesis, la pregunta que se cae de madura es: ¿será sostenible esta inédita y todavía enigmática configuración social?
Para intentar dar cuenta de un interrogante que, naturalmente, no tiene una respuesta certera, porque depende de la dinámica interrelacionada de una gran cantidad de variables, pero que sí, a esta altura, ya merece ser pensado, debemos empezar, como suele ser útil, por el principio.
Y, en este caso, ese principio implica decir que si en general suelen ser engañosos, esta vez los promedios explican muy poco. Es más, mayormente confunden.
Sociedad dual, consumo dual
Resulta mucho más útil auscultar los pensamientos y sentimientos de la población contemplando que están cargados de matices y sutilezas que se apoyaron sobre los restos de un traumático proceso de degradación que lleva ya 50 años.
Esa construcción cromática tiene un despliegue vertical y otro diagonal. Los tonos y los énfasis se van modificando de arriba hacia abajo, de las clases sociales más altas hacia las más bajas. Pero también están atravesados por un eje oblicuo que se organiza alrededor del tipo y perfil de empleo.
Dado el giro de 180 grados que tuvieron tanto la lógica macroeconómica como la microeconómica en los últimos 18 meses, los registros, las percepciones y las sensaciones dependen de dónde haya quedado parado cada cual en el “nuevo país”.
A fin de intentar reconstruir algún tipo de mapa –siempre es mejor esbozar alguno, aunque luego haya que corregirlo, que no tener ninguno–, los más recientes hallazgos de nuestros últimos trabajos de campo venían dando cuenta de una sociedad donde se consolidaba la ya mencionada configuración dual: 30% de la población por un lado, 70% en el otro.
Resulta lógico entonces que esa modelización haya generado un consumo dual. Eso es lo que se ve muy claramente al revisar con ecuanimidad los datos del primer semestre de 2025 vs. el primer semestre de 2024. Ya no se trata de variaciones entre dos modelos económicos antagónicos, sino dentro del mismo esquema conceptual.
En ese marco, podemos ver que hay sectores del consumo que viven un boom, como las ventas de autos, motos, inmuebles, electrodomésticos y viajes al exterior. Todos creciendo por encima del 40% interanual. Esto es absolutamente cierto. Tan cierto como que hay otros sectores que continúan atravesando momentos de dificultades variopintas (ventas, márgenes, productividad, competitividad, sensibilidad al precio), como los del consumo masivo, la indumentaria, la construcción o el turismo interno.
La novedad de nuestro último relevamiento es que, a medida que las características del contexto se estabilizan y podemos agudizar así el análisis de su fisonomía y materialidad, lo que descubrimos es que esa dualidad no explica todo, ni mucho menos. Dentro de esos dos grandes universos hay fragmentaciones y pliegues que complejizan tanto la interpretación como la acción. Lo que vemos ahora es una sociedad fractal, hecha de, por lo menos, siete fragmentos, cada uno con una realidad y una dinámica propias. Diferentes países en grupos más pequeños.
Si ya en la dualidad no todo era igual, y por eso los promedios confundían, en lo fractal los promedios no aplican. Se trata de descubrir los patrones que se ubican en el reverso del aparente caos. Tarea sustancialmente más ardua y trabajosa.
Operar las marcas, la comunicación, los negocios, el discurso y la política en una sociedad fractal requiere un grado de precisión y asertividad muy diferente al de aquella masa de desmesura donde los consumidores corrían para comprar porque “si ahorrás, no llegás” y los ciudadanos hacían lo propio para huir de un ecosistema cultural, moral y económico que juzgaban como opresivo y asfixiante.
Como decía, esos 7 fragmentos se organizan tanto por una lógica vertical como por una diagonal.
Yendo de arriba hacia abajo, lo primero que encontramos es un 2% de la población: el tope de la clase alta y por ende de toda la pirámide social. Allí hay un conjunto de emociones de alta intensidad que podemos sintetizar con la palabra euforia. Sienten que este es “su momento”, que pueden, por fin, usar como quieren su dinero y que era hora de que pudieran disfrutar el fruto de su esfuerzo. Este es un momento de libertad y poder. Para comprar, para viajar, para desear, para concretar. Incluso para proyectar, invertir y apostar.
Luego nos encontramos con el resto de la clase alta: 3% de la población. También están en la cima de la pirámide social, pero con una situación económica no tan relajada como la del pequeño segmento citado anteriormente. Por supuesto, mucho mejor que la de todos los que están más abajo. En este grupo lo que hay es un súbito fanatismo por el control. No hay privaciones, hay acceso, se dan los gustos, pero ahora hacen las cuentas. El Excel gana protagonismo.
En la clase media alta comienza a operar la diagonal. Quienes tienen empleos dentro de los sectores económicos “ganadores” se mueven maximizando el orden, pero con resto. Hay espacio para el premio y el placer, pero con cautela. Dicen: “Se ordenó la macro y eso me ordenó a mí”.
Quienes quedaron del lado de los rubros “perdedores” sienten un mayor peso de los gastos fijos del hogar y reconocen que tuvieron que “aprender a comprar de nuevo” para mantener razonablemente su calidad de vida. Tienen más incertidumbre y multiplican sus esfuerzos y horas de trabajo para “llegar”. Dicen con preocupación: “Yo también quiero, pero todo no puedo”.
Si bajamos otro escalón, aquí la injerencia de la diagonal es mayúscula, de trazo grueso. Ya no hablamos de sectores económicos, de un mayor o menor éxito coyuntural, sino de algo más de fondo: el tipo de empleo. ¿Formal o informal?
Aquellos de la clase media baja que cuentan con la seguridad y la previsibilidad que les da tener un trabajo en blanco –los menos– se definen como “resilientes”. Tomaron conciencia del cambio de situación y buscaron adaptar sus hábitos para dar la pelea de llegar a fin de mes. Les cuesta mucho seguir viéndose a sí mismos como integrantes de la clase media. La mutación genética que analizo en mi reciente ensayo Clase media, mito, realidad o nostalgia se visualiza ahora con mayor definición. Ya no hay que indagar. El comentario surge espontáneamente: “Si no te comprás ropa un sábado, si no podés ir a comer afuera de vez en cuando, si solo comprás promociones y no hay chance de alguna primera marca, si no sabés si te vas a ir de vacaciones… y… cuesta que nos veamos como de clase media”.
Entre los integrantes de la clase media baja que tienen un trabajo en negro se vive un consumo atormentado, estresante, frustrante. En sus propias palabras: “Hoy comprar duele”. La compra ya no se asocia con el placer porque cualquier gusto que se dan luego les genera culpa. Es puro dolor y angustia. Hay miedo a consumir porque no se puede prever con qué ingresos se va a contar para poder pagarlo. Se convive con el temor al arrepentimiento y las permanentes limitaciones que trae la restricción: las propias y, las que más duelen, hacia los hijos.
Finalmente, en la clase baja superior –que es la que no está bajo la línea de la pobreza– lo que encontramos es una sobreadaptación que ya viene de años y que exuda un acostumbramiento forzado, resignado. Lo dicen con sarcasmo: “Estamos peor, como siempre”. Dicen que si antes les ofrecían trabajos muy mal pagos, ahora directamente ni los llaman. Y eso los preocupa mucho. Hablan de un concepto sui generis, pero que tiene la sabiduría de quienes respiran y sienten día a día la temperatura de la calle: “recesión laboral”.
¿Cómo se moverán en los tiempos por venir estos siete fragmentos que están cruzados por los vientos del placer y del dolor, tanto en lo personal como en lo contextual?
Esa es la incógnita que deberemos despejar si pretendemos diseñar escenarios que nos permitan imaginar, y gestionar, los futuros posibles.
Cuatro pistas para anticiparse
Vayan cuatro pistas que quizá nos ayuden a anticiparlo.
La primera: aun en lo fractal, hay algunas valoraciones transversales: la tranquilidad y la previsibilidad que trajeron la baja de la inflación y la estabilidad del valor del dólar. Ya sea para dimensionar cuánto van a poder gozar o de qué tamaño será el dolor, todos reconocen valorar la consistencia de un contexto que parece haber dejado atrás la volatilidad para adquirir ciertos rasgos de normalidad.
La segunda: en una de sus grandes obras, El malestar de la cultura, publicada en 1930, Freud comienza indagando una pregunta existencial del hombre: cuál es la finalidad de la vida. Luego de darle algunos rodeos al tema, llega a la conclusión de que solo la religión lo puede explicar. Y que, entonces, resulta más conveniente abordar “una pregunta más modesta: qué entienden las personas mismas, en su conducta, como finalidad y propósito de sus vidas, qué esperan de la vida y qué quieren obtener de ella. Es difícil equivocarse: aspiran a la felicidad, quieren ser felices y permanecer siéndolo. Esa lucha tiene dos aspectos, un objetivo positivo y otro negativo: quiere, por un lado, la ausencia de dolor y displacer, y por otro lado, la experiencia de fuertes sensaciones de placer. En sentido estricto, la palabra felicidad solo se refiere a esto último”.
La tercera. A comienzos de la década de los ‘70, el filósofo y sociólogo francés Jean Baudrillard, en sus pioneras y premonitorias obras, El sistema de los objetos (1968) y La sociedad de consumo (1970), explicó por qué el consumo está lejos de ser un tema menor y banal como se lo suele tratar. La razón es simple, y a la vez muy profunda: cuando compramos algo no consumimos únicamente objetos ni damos cuenta solo de necesidades. Si así fuera el proceso se agotaría demasiado rápido. Y entonces sí, no tendría mayor relevancia. Por el contrario, los objetos no son únicamente cosas, utensilios, herramientas, son signos que transmiten significados. Las personas los perciben, decodifican e intercambian. Por ende, los abordamos para satisfacer, mayormente, demandas simbólicas que expresan deseos ya sea individuales (libertad y personalización) como sociales (jerarquía y pertenencia). A diferencia de las necesidades, los deseos se desintegran en su propia concreción. Son, por lo tanto, infinitos. En la posibilidad o la imposibilidad de acceder a esos signos no se ponen en juego meramente los artefactos, las pertenencias, lo funcional, sino algo mucho más gravitante: la identidad.
Y, por último, la cuarta. Algunos años después, en 1987, la artista norteamericana Barbara Kruger presentó una obra sin título que se transformaría en una de las más icónicas de su carrera. Una mano en blanco y negro sostenía un pequeño cartel rojo con letras bold blancas. El mensaje era corto y conciso. No hacían faltan más palabras para expresar el espíritu de una época. Decía: “I shop, therefore I am”. Compro, luego existo.