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1998-2025 (1933?)

El ejemplar de papel que los lectores de PERFIL tienen en sus manos es la edición número 2000 del diario, que comenzó el 9 de mayo de 1998.

El tiempo transcurrido entre 1998 y 2025 y los cambios entre aquel mundo que veíamos tan promisorio con el crecimiento del multilateralismo y este actual a veces retrógrado llevan a pensar en Fahrenheit 451, equivalente a 233 grados centígrados, que es la temperatura a la que arde el papel: diarios, libros, quemando así el conocimiento acumulado, que inspiró el título de la novela distópica de Ray Bradbury en un mundo donde los libros están prohibidos, pero no los medios en pantallas que son controladas para reducir la diversidad, inspirado en la quema de libros en la Plaza de Berlín en 1933 para purificar la cultura alemana. Bradbury publicó Fahrenheit 451 en 1953, en el pico nuclear de la Guerra Fría, cuando el republicano Joseph McCarthy, al frente de una comisión del Senado norteamericano perseguía, entre otros, a cualquier sospechoso de producir contenidos favorables al comunismo, lo que hoy los libertarios llaman “marxismo cultural”.

Clarín y PERFIL siguen siendo 100% de los mismos dueños, La Nación en parte; los otros se vendieron o se extinguieron

Esto no les gusta a los autoritarios

El ejercicio del periodismo profesional y crítico es un pilar fundamental de la democracia. Por eso molesta a quienes creen ser los dueños de la verdad.

Y Síndrome 1933 es el libro recién publicado en español del escritor y periodista italiano Siegmund Ginzberg denunciando cómo “el presente imita al pasado” al relatar similitudes del ascenso del nazismo en la Alemania de la tercera década del siglo pasado y sus múltiples analogías hoy en las postrimerías de la tercera década del siglo XXI.

Síndrome 1933 fue publicado previamente en italiano y el papa Francisco en varias ocasiones recomendó su lectura, una de las primeras veces en 2020, cuando lo visitó el jefe de Gobierno de España, Pedro Sánchez, junto con la delegación diplomática de su país. Cuatro años después, la nueva elección de Trump y la de Javier Milei en la Argentina motivaron su reedición, ahora también en español.

Hoy PERFIL publica completo su capítulo octavo titulado “Los hombres que odiaban los periódicos”, donde se detalla cómo los medios de comunicación fueron siendo primero inconscientemente facilitadores de la llegada al poder de los nazis y luego cómo uno a uno fueron inicialmente siendo doblegados y finalmente tuvieron que ser vendidos a representantes del gobierno.

Salvando las incomparables diferencias, y en el caso argentino por motivos muy diferentes, vale recordar que de todos los diarios de distribución nacional que había en 1998, solo Clarín y PERFIL, sumados a La Nación, aunque solo en su mayoría, continúan siendo de los mismos accionistas o sus herederos. Desde 1998 cambiaron dos veces (o más) de dueño: Ámbito Financiero, El Cronista, Página/12 e Infobae/Bae, además, cambiaron de dueño una vez La Prensa, Crónica, Diario Popular y Tiempo Argentino, mientras que quedaron en el camino La Razón, Metro y Crítica de la Argentina. Disculpas, lector, por lo autorreferencial pero después de soportar repetidamente al Presidente acusar a PERFIL de ser quebrador serial, hincha nuestro pecho mirar hacia atrás y ser exactamente el ejemplo opuesto al que Milei nos adjudica.

Y casualmente el capítulo octavo del libro Síndrome 1933, dedicado a “Los hombres que odiaban los periódicos”, es un espejo no solo de lo que vino sucediendo previamente en Argentina sino de lo peor que podría pasar con los medios en los próximos tres años que están por verse si este 2025 fuera, no solo en Argentina, en algún sentido análogo al clima de época de aquel 1933.

Siegmund Ginzberg comienza su libro así: “Estaba desesperado. El mal nacido que robó el perro no sabe cuánto daño me hizo”. Quien habla es Adolf Hitler en Conversaciones íntimas, registradas durante la Segunda Guerra Mundial por su secretario, Martin Borman. Relata sentidamente la pérdida de Fuchsl, el perrito vagabundo que el futuro Führer encontró y adoptó en las trincheras de la Gran Guerra. El animal se encariño con él. Hitler lo amaestró para que hiciera números de circo. “Con mucha paciencia”, porque el can “no entendía palabra de alemán”. Le daba galletas de chocolate para comer. “Se había acostumbrado a ellas con los ingleses, que estaban mejor alimentados que nosotros (los alemanes)”, le explica a uno de sus comensales. “Dejó a Fuchsl atado en la trinchera antes de participar en una misión en la línea del frente y a su regreso había desaparecido. Fuchsl tuvo un triste final probablemente devorado por los compañeros, siempre necesitados de suplementos proteicos para la escasa dieta”.

“Despiadados con los seres humanos, compasivos con los animales. Entre las primerísimas medidas aprobadas por el gobierno de Hitler, figuraba una ‘ley contra la crueldad contra los animales’, promulgada en abril de 1933, Hitler había sido nombrado canciller a finales de enero. (…) y tuvo numerosos perros, por los que sentía un enorme afecto, hasta la última, una pastora alemana llamada Blondi, a la que quiso a su lado en el búnker de Berlín y a la que envenenó amorosamente antes de suicidarse”.

Esperando que la tragedia se repita como farsa, en esta Argentina de hoy que para nada es comparable con aquella Alemania, a pocos meses de haber asumido un nuevo gobierno, a instancias de aliados al oficialismo, se propuso la Ley Conan, que aumentaba las penas por maltrato animal de 15 días a un año de prisión vigentes, a de tres meses a tres años de prisión, y además establecer el Día del Animal como jornada de reflexión en las escuelas.

Volviendo a 1933, el líder de los socialistas franceses, que “desde luego no era admirador de Hitler”, publicó el 3 de agosto de 1932 en Le Populaire que Hitler “representaba el cambio, lo nuevo” porque creía que en Alemania había personajes peores como “los viejos bribones de la política” y cita Ginzberg en su libro: “Los mismos argumentos que algunos esgrimen ahora para explicar el consenso en torno de Donald Trump”.

A diferencia del bipartidismo de Estados Unidos, en Alemania como en la Argentina reciente había varios partidos y Hitler había ganado la elección pero solo con el 30 por ciento de los votos, y para que surgiera el gobierno hubo “una convergencia entre la vieja centroderecha del magnate de los medios Alfred Hugenberg (Partido Nacional del Pueblo Alemán) y el nuevo populismo agresivo de los nacionalsocialistas de Hitler”, siguiendo con las analogías de Ginzberg, el tradicional Partido Republicano o Juntos por el Cambio. Años después, Alfred Hugenberg dijo: “Cometí la mayor estupidez de mi vida, me alié al mayor demagogo de la historia”; su partido se había extinguido y los nazis le habían arrebatado sus periódicos.

Otra analogía (que no quiere decir similitud sino comparación) con Trump o Milei que destaca Ginzberg es que en 1933 todos creían que Hitler iba a ser manejado por Alfred Hugenberg y sus aliados del sistema político tradicional. El prestigioso diario Frankfurter Zeitung editorializó: “Quien crea que alguien puede imponer un régimen dictatorial a la nación alemana está muy equivocado, la propia diversidad del pueblo alemán hace imprescindible la democracia”.

No fue así.

Por qué no fue así y comparar con los escenarios actuales cuando Donald Trump asume por segunda vez la presidencia de los Estados Unidos no parece tan inapropiado cuando quien fuera su jefe de Gabinete por más tiempo en su primera presidencia, John Kelly, advirtió que “Trump gobernará como un dictador si se lo permitieran”, dijo que rescataba a Hitler: “Sabes, Hitler también hizo algunas cosas buenas” y elogiaba a los generales nazis por su lealtad: “Necesito el tipo de generales que tenía Hitler, gente que le fuera totalmente leal, que siguiera órdenes”. Y el propio Trump ‘bromeando’ dijo que sería “dictador, pero solo por un día”.

Pero vale aclarar una vez más en esta columna que Trump (ni Milei) es Hitler, ni 2025 es 1933, el propio Siegmund Ginzberg para relativizar y a la vez valorizar las analogías cita en su capítulo final de Síndrome 1933 al libro Surfaces and Essences: Analogy as the Fuel and Fire of Thinking (Superficies y esencias: la analogía como combustible y fuego del pensamiento) del ganador del premio Pulitzer Douglas Hofstadter y el psicólogo francés Emmanuel Sander, donde se desarrolla “cómo la creación de analogías impregna el pensamiento humano en todos los niveles, influyendo en la elección de palabras y frases en el habla, proporcionando orientación en situaciones desconocidas y dando lugar a grandes actos de imaginación”.

“Si los resultados electorales los decepcionan, sugiero que disuelvan el pueblo y elijan otro” (Bertolt Brech)

Las analogías se desarrollan dentro de categorías y la ontología de aquella (¿esta?) época más que derecha e izquierda se ordenaba alrededor de categorías como democrático o autocrático haciendo comprensible que, el mayor magnate de los medios de hace cien años equivalente hoy a Elon Musk, admiraran entonces a Hitler como probablemente hoy sus equivalentes norteamericanos elogien en privado cómo Xi Jinping o Vladimir Putin saben manejar el poder y consiguieron la reelección perpetua. Gustavo González rescató en su columna del domingo pasado que la candidata alemana Alice Weidel (mezcla de Milei en lo económico y Villarruel en lo social), le explicó a Elon Musk que Hitler había sido comunista.

Trump es verticalista y su relación con la autoridad, la obediencia y las jerarquías, “el hombre fuerte”, que empatiza con una parte de la sociedad que como en 1933, después de la crisis económica de 1929 pedía un gobierno menos deliberativo y más asertivo.

Cuando Síndrome 1933 se publicó todavía Twitter no había sido comprado por Elon Musk para ponerlo al servicio de las ideas de Trump, mucho menos lo que sucedió la semana cuando Mark Zuckerberg anunció que Facebook dejará de excluir contenidos informativos sospechosos y junto con Musk acompaña a Trump en su ceremonia de pose, y antes de ayer la redacción más célebre de la historia por el Watergate, la del The Washington Post le envió una carta a su propietario, el otro magnate tecnológico: Jeff Bezos, oponiéndose a la línea editorial más empática con Trump que viene recorriendo el diario. Y esto recién comienza, vuelvo a recomendar la lectura del capítulo 8º de Síndrome 1933 que se publica hoy a continuación de esta columna.

Cuando Hitler asumió como jefe de Gobierno la socialdemocracia, el partido minoritario hasta entonces, sostenía que “Hitler no es Mussolini (no tiene sus talentos). Y Alemania no es Italia”. Como aquí con el pochoclo de Semana Santa, se conjeturaba que “este carnaval durará poco”. El Premio Nobel de Literatura Thomas Mann le escribió a un amigo: “Tenemos un gobierno nuevo con Charles Chaplin y Papá Noel. Nadie cree que llegue a primavera”. Cuanto más culta e informada era la persona, más desacertaba en sus pronósticos. El predecesor de Hitler en el gobierno alemán, Franz von Papen, y como parte de la alianza que le permitieron al nazis construir gobierno, número dos de Hitler (allí vicecanciller equivalente a aquí a vicepresidente) decía en 1933: “Meteremos a Hitler en una jaula, dentro de dos meses habremos arrinconado tanto a Hitler que se romperá a llorar”. Un año después, Hitler eliminó el cargo de vice y Von Papen terminó como embajador en Turquía.

La llegaba de Hitler al poder sorprendió a todos, pero posteriormente las causas lucieron como obvias: además de la crisis económica de 1929 Europa estaba polarizada por la lucha entre fascistas y comunistas, dependiendo las categorías, entre dos formas de lo mismo. “Las crisis siempre se producen en cámara lenta. Pueden durar años. Las catástrofes siempre llegan de golpe y nos cogen desprevenidos”, escribió Ginzberg sobre 1933 quien ironiza sobre la enfermedad del continente con un chiste de entonces: “Europa está enferma. El médico se inclina, acerca el odio al corazón del paciente y le pide: ‘repita 33’. El rostro del médico trasluce preocupación”.

Quien sí “la vio” desde temprano fue nada menos que León Trotski exiliado en 1933 en la pequeña isla de Prinkipos en el Mar Egeo greco-turco, entrevistado por Georges Simenon para la revista Voilá de la editorial Gallimard. Para Trotski era obvio que todo iría para peor y lo explica con otra analogía, mecanicista en este caso: “Por analogía con la electrotécnica, se podrá definir a la democracia como un sistema de interruptores y aisladores para resistir los picos de tensión en los conflictos nacionales o sociales. Si la tensión y los conflictos de clase son excesivos, los interruptores y los fusibles se funden, se desintegran. El cortocircuito conduce a la dictadura”. Cuando se le pregunta a Trotski si habrá una evolución gradual o violenta, respondió: “con una perspectiva no de meses, sino de años, pero en ningún caso décadas, considero absolutamente inevitable que Alemania fascista provoque un esta-llido bélico”. Pasaron seis años cuando la invasión de Alemania a Polonia desencadenó la guerra con Francia e Inglaterra y dos años más tarde también contra la ex-Unión Soviética.

Pero no era solo la Alemania nazi el problema, en 1920 Europa tenía más o menos los mismos 28 estados que conforman hoy a Unión Europa, veinte de ellos eran democracias parlamentarias con constituciones que se respetaban, pluralidad de partidos y alternancia en el poder. Para 1922 ya se había producido la Marcha sobre Roma de Mussolini, y en Polonia, el mariscal Pilsudski había tomado el control de Polonia. En 1932 la democracia de Austria había caído en manos de la ultraderecha. Uno tras otro en países más pequeños, como Lituania, Letonia y Estonia, también sus democracias sucumbían a dictadores. En los Balcanes con figuras de reyes se fueron disolviendo los Parlamentos y concentrando el poder en monarcas absolutos: Albania, Yugoslavia, Bulgaria, Rumania. En1936 Grecia imita al régimen nazi. En España primero Primo Rivera y luego Francisco Franco y en Portugal la dictadura de Antonio Salazar, estas últimas longevas hasta la década del 70. En elecciones se salvaron Francia y Estados Unidos por poco Franklin Delano Roosevelt le ganó en 1932 a un candidato similar al Trump de la época, e Inglaterra porque el rey Eduardo VIII, simpatizante de Hitler, tuvo que abdicar.

“La democracia es un sistema de interruptores, si la tensión es excesiva el cortocircuito es dictadura” (Trotski)

En aquella Europa democrática de los años 20 había algo comparable a lo que hoy se discute como permisivismo social en parte en la llamada cultura Woke. Escribe Ginzsberg: “Entre los intelectuales en la Alemania de Weimar resultaba habitual consi-derar a los criminales ‘víctimas del entorno’, ’chivos expiatorios de una sociedad hipócrita’. Hasta en los casos de asesinos en serie, las crónicas judiciales buscaban explicaciones sociales, atribuían los estallidos de furia asesina a ‘fatales concatenaciones de circunstancias’ o a la guerra, o a la inflación y la injusticia.(…) Nunca los llamaban delincuentes, sino ‘desahuciados’, ‘desgraciados’, ‘víctimas del destino. (…) Mientras que los diarios de derecha apelaban a la tolerancia cero, el puño de hierro y castración para los delitos sexuales”.

Ginzberg también relata que “los nazis no tenían reparos en pasar por malos. De hecho era importante para ellos. (…) En 1933 se llevó adelante la colosal redada para ‘limpiar Berlín de vagabundos y mendigos’. En un solo día detuvieron y deportaron 100 mil personas. La opinión pública aplaudía las medidas. Se ocuparon de que la prensa otorgara la máxima importancia a la apertura de campos de concentración en los que se los recluirían sin juicio a opositores e indeseables. No intentaban ocultarlo, sino que se vanagloriaban de la eficacia de su nuevo sistema de justicia policial” (Bukele).

Los nazis exhibían su maldad sin complejo apoyados por la gente. En columnas previas ya se contó que en alemán existe una palabra, schadenfreude, para designar la alegría por la infelicidad ajena.

La mitad de los votos que sumaron los nazis en su segunda elección, 8,5 millones sobre 16,5 millones “corresponde a nuevos votantes, a jóvenes”. Ginzsberg recurre a una ironía de Bertolt Brech: “si los resultados electorales los decepcionan, les sugiero que disuelvan el pueblo y elijan otro”.

Otra curiosidad es que Antonio Gramsci, quien desde su última cárcel en Milán seguía con mucha atención lo que estaba sucediendo en Alemania, calificaba al partido nazi como de centro siguiendo el siguiente razonamiento: Alemania no podía formar gobierno porque estaba empantanada en la polarización de los partidos clásicos de derecha conservadora y los de izquierda liderados por los socialdemócratas, era necesario que surgiera una “tercera vía” que resolviera el problema. Algo así como el empate hegemónico de Portantiero entre el peronismo y el antiperonismo, ¿que Milei y La Libertad Avanza vino a resolver?

Algo que también podría resonar ahora cuando LLA no acepta más que el acompañamiento, la compañía, del PRO sin que integren institucionalmente equipos de gobierno, se replica en la explicación de Hitler a porqué se había negado previo a 1933 a sumarse a cogobiernos de coalición cuando ya había obtenido votos suficientes para aspirar a cogobiernos: “Todo el mundo me pregunta: Herr Hitler, ¿por qué no quiere subirse al tren a un gobierno de coalición. Yo siempre respondo lo mismo: ¿por qué debería montarme en un tren que tendría que abandonar enseguida, al no poder apoyar las maniobras de los reaccionarios que lo conducen? No somos como los demás, no estamos dispuestos a hacer concesiones, no nos prestamos a jueguecitos parlamentarios. Y en cualquier caso cuando tomemos el poder, no permitiremos que nos lo arrebaten”.

Otra de las analogías de Síndrome 1933 es el capítulo titulado “La filología del odio” que comienza preguntándose si “¿La política altera al lenguaje? ¿O es el lenguaje que cambia la política?” Y continúa diciendo: “Desde el principio los nazis demostraron ser los campeones del insulto, de la hipérbole polémica, de las groserías lanzadas contra opositores. Acompañó su ascenso un “a la mierda” incesante, reiterado e infinito. No se trataba de un mero desahogo plebeyo, era una representación estudiada, deliberada. Había mucha violencia verbal también en las campañas electorales. Una violencia teatral”. “La popularidad del Führer respondió en gran medida al hecho de expresar abiertamente, brutamente y en voz alta lo que su público pensaba en el fuero interno: hablar como el pueblo, hacerse entender como el pueblo”.

También rima con el presente “el lento suicidio del Parlamento: en 1930 el Congreso había aprobado 98 leyes y el gobierno cinco por decreto. En 1931 el Congreso había aprobado 32 leyes y el Ejecutivo 44 decretos. Y en 1932 el Congreso había aprobado cinco leyes mientras que el Gobierno había promulgado 66 decretos”. Otros que fueron disciplinados fueron los poderosos sindicatos alemanes: Theodor Leipart, el presidente de la Confederación de los Sindicatos Alemanes: hasta la llegada de Hitler era socialdemócrata, primero se declaró neutral políticamente y luego se adaptó a un sindicato único con control nazi porque sus trabajadores votaban por Hitler.

Sobre el disciplinamiento de los medios de comunicación “ya antes del nombramiento de Hitler como canciller se respiraba en las redacciones del mayor grupo editorial progresista del país cambios, habían comenzado los despidos, las jubilaciones anticipadas y las reducciones de personal. Recién comenzado el gobierno nazi, el 4 de febrero de 1933 el decreto ‘Para la protección del pueblo alemán’ ilegalizaba la difusión de noticias incorrectas. Quien decidía que era correcto era el Ministerio del Interior”. Pocos meses después “el 27 de marzo de 1933 Goebbels anotó: ¡la prensa judía está cagada de miedo! Todas las organizaciones judías proclaman lealtad al gobierno. El 1º de abril mostraba un entusiasmo aún mayor: ‘La prensa está trabajando con nosotros en completa armonía’. Y una semana después: ¡Qué fabulosa prensa tenemos!” Previamente “la prensa había fomentado año tras año la aversión a la política y los políticos así como la repulsión hacia la democracia” en lo que Ginzberg llamó “linchamientos mediáticos”.

Otra analogía con el presente es que a los votantes de Hitler “lo que los unía era la rabia” escribe Ginzberg: “En la Alemania de los socialdemócratas se había creado la red de servicios sociales y sanitarios más amplia, ramificada y compleja de Europa. El problema es que no funciona o funciona mal, generando un descontento aún mayor que la ausencia de atención (…) la gente identificaba a la clase gobernante con políticas de vivienda y asistencia que no daban nuevos resultados. Lo cierto es que las administraciones de izquierda habían hecho todo lo posible para ayudar a los más débiles en un momento de trágica escasez de fondos, pero el activismo, en lugar de agradecerlo, se había vuelto en su contra”.

“Los nazis desmantelaron todas las asociaciones de beneficencia, solidarias, autosuficientes, religiosas, municipales y no gubernamentales y las reemplazaron por un único organismo centralizado: la Nationalsozialistische Volkswohlfahrt (Ministerio para el Bienestar del Pueblo) que gestionaba las ofertas de empleo y proponían trabajos a los parados. Y para los que no encontraban ninguno estaban las tareas de utilidad social”.

En 1942 Simone Weil escribió que “para Hitler la economía no es una realidad independiente y por tanto no se rige por leyes propias y únicas ya que, como todas las esferas de la vida humana, la economía se rige por la fuerza”. Entre 1933 y 1938 la economía alemana rebotó después de la crisis del 30 y creció a un ritmo comparable con las tasas chinas de su mejor momento: 9,5% anual.

En la crisis del 30 “casi todos (los países) aplicaron recetas deflacionistas y de mantenimiento de la estabilidad monetaria a cualquier precio. Luego variaron a políticas de gasto público y de devaluaciones competitivas del dólar y la libra esterlina. Alemania fue el único país que no devaluó su moneda porque podría soportar cualquier cosa, excepto repetir la devastadora experiencia de la hiperinflación”.

“Y se creó el instrumento diabólico: el Instituto de Investigación para la Industria Metalúrgica (Metallforschungsgsellschaft también conocido como MEFO): emitían certificados de cambio con los que se abonaban los pedidos de material militar a la industria pesada, que estaban garantizados por el Banco Central y que podían canjearse en cualquier entidad bancarias. A fin de atraer a los inversores ofrecían un interés del 4% anual superior al de los bonos comerciales ordinarios. (…) En 1937 el gasto militar ya representaba el 42% del producto bruto y los MEFO sirvieron para eludir la normativa que impedía que el Banco Central financiara el gasto público, que a su vez podía excluirse de las cuentas estatales con lo que desactivaron el efecto (inicial) inflacionario y ocultaron el rearme que estaba prohibido por el Tratado de Versalles. (…) El expolio a los judíos le proporcionaba otro margen de maniobra cercano al 10% del producto bruto”. Hitler se jactaba a menudo de ser un profeta: “He sido profeta muchas veces a lo largo de mi vida. A menudo se han reído de mí, pero siempre he estado en lo cierto. En la época de lucha por el poder los judíos se burlaron de mí cuando dije que asumiría el liderazgo de la nación. Se rieron a carcajadas, pero esa risa se ha apagado en sus gargantas. Quiero profetizar algo más: si el sistema financiero judío internacional lograra sumir al mundo en una nueva guerra, el resultado no será la bolchevización del planeta y por tanto la victoria del judaísmo, sino la aniquilación de la raza judía de Europa” (1939). Y en febrero de 1943, repite: “Siempre se burlaron de mí como profeta. Muchos de los que rieron entonces ya no ríen hoy, y los que todavía ríen quizás pronto dejen de hacerlo”. Una década antes, en 1933 Goebbels anotó en su diario íntimo: “Tuvimos la suerte de que los marxistas y la prensa judía no nos tomaron en serio”.

“El mal nacido que robó mi perro Fuchsl cuánto mal me hizo” (Hitler). Antes de suicidarse envenenó con amor a su perra

También menciona Síndrome 1933 “la pasión de Hitler por el ocultismo, su frecuentes visitas del ‘mago’ (en realidad ilusionista de cabarets) Erik Jan Hanussen, quien predijo sus victorias electorales en 1932 y su nombramiento como canciller”. También Hitler “manejaba grandes cifras: ‘la defensa de Europa contra el bolchevismo constituye nuestra misión por los próximos doscientos o trescientos años”.

Al final de su libro Ginzberg reflexiona sobre la duración de los ciclos: “La era de Trump podría durar treinta años, rezaba el eficaz título del artículo (en 2016) de Gideon Rachman, uno de los más respetados analistas del Financial Times. No se refería claramente a la presidencia de Estados Unidos, sino a una ‘era populista’ general: la del Brexit, de una Europa estancada, del Brasil de Bolsonaro, con Orban en Hungría, Salvini en Italia y otros admiradores de Trump dispersos por el mundo (se agrega desde entones Milei, Meloni y el propio regreso de Trump a la presidencia). Evidentemente se trataba de una provocación, o tal vez un supersticioso intento de conjurar ese peligro. Desde el siglo pasado hemos visto ciclos abarcando varias décadas: la Trente Glorieuses, la edad de oro del capitalismo con intenso crecimiento en Occidente entre 1945 y 1975, y luego el neoliberalismo de Reagan y Thatcher que pareció perder prestigio con la crisis financiera mundial de 2008. En China a los treinta años de la era de Mao siguió la apertura económica de Deng Xiaoping que en su esencia aún está en curso. Pero todo acaba saliendo en la colada y creo que, en efecto, flota en el aire un nuevo giro histórico, sin embargo, para durar treinta años la ‘era populista’ debería estar en condiciones de mantener no solo su impulso electoral (algo factible) sino también su promesa de mejoría y desarrollo (algo aún en entredicho).”

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