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domingo, 22 diciembre, 2024
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Cafetines de Buenos Aires: un buscador de parecidos que halla a sus amores perdidos en las mesas de La poesía de San Telmo

La Poesía es un café que tiene piso calcáreo, ventanas guillotinas, techo de bovedilla y un viejo piano

El Café Bar La Poesía abrió en 1982 en la esquina Chile y Bolívar, San Telmo. En términos históricos es un café joven. Sin embargo, parece ocupar esa esquina desde siempre. El edificio es del año 1900. Funcionó como almacén con despacho de bebidas. Esa continuidad narrativa que se exhibe en su interior no observa ningún salto temporal significativo. Entrar a La Poesía es remontarse a los inicios del siglo XX. El café lo fundó el poeta, escritor y periodista Rubén Derlis quien asumió la generosa decisión de ofrecer a la sociedad un bien escaso en ese año: poesía.

A poco de abrir, la esquina se convirtió en un foco de gente de letras. Uno de sus ilustres parroquianos fue Horacio Ferrer, célebre letrista de grandes éxitos como Balada para un loco o Chiquilín de Bachín. En La Poesía Ferrer conoció a la artista plástica Lucía Michelli y le escribió el poema Lulú. Hay registros de la pareja dentro del bar. En muchas de las mesas hay chapitas incrustadas que recuerdan a otros poetas que frecuentaban el lugar. La lista es extensa. Vale la pena ir a descubrirlos. También hay imágenes de Mafalda por la cercanía con la casa de Quino, su creador, y del Negro Fontanarrosa. El dato que me llamó la atención es la cantidad de lectores de libros que encontré en sus mesas. Es obvio que el nombre y aura del lugar invita a la lectura.

La mesas clásicas de los cafés de Buenos Aires combinan con una decoración que tiende al cambalache

La Poesía es un cafetín con piso calcáreo, ventanas guillotinas, techo de bovedilla, un piano viejo, botellas y sifones. El mobiliario es antiguo y noble. Como la madera de su barra y las repisas que cubren las paredes con estantes donde se mezclan libros, una foto de la poetisa Olga Orozco y frascos de aceitunas. Un almacén cambalache de los de antes, en la esquina correcta del barrio indicado. El equilibrio ambiental porteño. El salón tiene un entrepiso que balconea y ofrece una vista única. Sobre la calle Bolívar, existe el anexo Raúl González Tuñón. Un espacio ideal para realizar eventos privados, presentaciones y talleres. Ambos salones están conectados por dentro por un pasillo.

Hoy vengo a revelar una historia que me une con el Café Bar La Poesía. Una vivencia que me ocurrió cuando lo frecuentaba con rutina porque una actividad me retenía por la zona. Es un hecho que no me contó nadie. Me pasó en una de sus mesas. Y me quedó grabado para siempre. Desde esa tarde, un caso de paronimia gira como un sinfín dentro de mi cabeza. Todo surgió por una conversación de una mesa vecina que me atrapó.

Lo sustancial fue cuando el orador principal, llamémoslo Héctor a los fines narrativos, sentenció, como conclusión a una desdichada sucesión de desamores, que “padecía parecidos”. El punto era que sus relaciones terminaban antes de que pudiera transmitir todo lo que sentía. Héctor lucía como un típico introvertido. Y, siempre según sus dichos, las mujeres lo abandonaban de forma sistemática. Digamos que hasta aquí le sucedía lo que a muchos. Si es por eso, Buenos Aires y sus cafés desbordan de Héctores. Cientos de letras de tangos, y otro tanto de baladas, dan cuenta de esto. Lo singular de este caso era que, después de cada ruptura, el “padeciente” encontraba a sus ex-parejas parecidas en las caras de otras mujeres.

El Bar La Poesía abrió sus puertas en 1982. Está ubicado en la esquina de Chile y Bolívar, en el barrio de San Telmo

Para mí fortuna tenía a Héctor sentado de frente. Pude seguir su narración pese a los ruidos propios del bar. Y aquello que no alcancé a escuchar lo reconstruí leyendo su rostro, los labios o gestos que me permitieron retomar el nudo del conflicto. Lo que quedaba claro era que Héctor sufría la aparición de caras parecidas en las mesas de La Poesía.

Como se dijo el café está muy integrado al barrio. Sus grandes aberturas miran hacia el casco viejo de Buenos Aires. El mejor preservado, en términos edilicios, de todos los barrios pese a nuestra costumbre demoledora del patrimonio urbano. En San Telmo las fachadas se mimetizan y las cuadras se parecen. Digo esto en defensa del pobre Héctor que confesaba sufrir en este bar más que en ningún otro.

Vuelvo a su exposición. Héctor afirmó escoger siempre mesas de las ventanas. Podían mirar hacia Chile o hacia Bolívar. Daba igual. Desde allí fijaba su atención a toda mujer que pasara caminando. Hasta que, tarde o temprano, veía parecidas. Lo morboso era que la sola posibilidad de que alguna entrara al café le provocaba palpitaciones. Algo que, invariablemente, ocurría. En el fondo, explicaba Héctor con la autoridad de haber concurrido durante años al analista, el momento era doloroso y calificaría como autoflagelación pero, sin embargo, no le provocaba angustia ni dolor alguno. Al contrario, resultaba una experiencia de carácter madurativo el reencontrarse con viejos amores y poder hacerles frente. Como escribió otro poeta del tango, José María Contursi: “Y ahora que estoy frente a ti, parecemos, ya ves, dos extraños, lección que por fin aprendí, cómo cambian las cosas los años.”

Horacio Ferrer autor de la letra de Balada para un loco era habitué de La Poesía

Alcanzado este punto en el relato de Héctor, recuerdo haber girado para mirar a mi alrededor. En el paneo por el bar contabilicé no menos de una docena de mujeres. ¿Cuáles entre todas habrían sido viejos amores de Héctor? Cuando retomé mi atención con la mesa, Héctor le mostraba a su amigo un cuaderno repleto de apuntes y notas resaltadas con diferentes colores. Todas acotaciones asentadas luego de revisar al detalle los hechos que habían desencadenado el final de cada relación. Inputs. Solo de escucharlas, doy fe de que en ningún cafetín de Buenos Aires nadie inputea mejor amores rotos que Héctor. Todo mínimo detalle estaba ingresado en su cuaderno. Un registro de palabras utilizadas, gestos imprudentes u otros contenidos. El objetivo de esta ardua tarea era dar con un patrón que luego sería estudiado para no reiterar macanas en sus siguientes amoríos. O sea, como tantos inexpresivos, Héctor era uno de esos amantes dejados a los que le costaba cerrar sus historias. En ese punto lo dejé por un momento para centrarme en mi experiencia personal y la de tantos amigos. Héctor apoyó el cuaderno sobre la mesa y siguió un rato más con su catártico relato. Sin cambios de ritmo ni inflexiones. Nada que me hubiese provocado sostener el interés. Lo importante ya estaba dicho. Los amigos pidieron otro café, relajaron la charla y les perdí el hilo. El perfil del personaje lo tenía definido.

Mientras voy camino a La Poesía para escribir estas líneas me pregunto qué me pasa cada vez que visito ese café. El sitio es encantador, por cierto. Es uno de los Cafés Notables de la Ciudad, también es verdad. Por momentos, temo copiar la conducta de Héctor. Pero en mi caso no busco una cara, sí la palabra justa que defina el sentido de un texto. O una historia que me atrape. Lo que me mantiene en estado de alerta a todo lo que sucede a mi alrededor.

En La Poesía se respira tango y literatura

Retomo la anécdota iniciada. Volví a prestarle atención a Héctor. Me lo representé observando hacia la calle con los ojos fruncidos como quien juega a ver emerger imágenes ocultas. Y también achiné mi mirada. En esos breves segundos de distracción, Héctor y su amigo se levantaron y salieron con las manos vacías. Me di cuenta de que olvidaban el cuaderno sobre la mesa. Me levanté y corrí tras ellos para avisarles. No los vi caminando por Chile. Tampoco por Bolívar. Volví al café con la curiosidad de hacerme de esos Apuntes de un fracaso. La mesa estaba totalmente limpia. Como si nadie la hubiese ocupado por un largo rato. Detrás de mí entró una persona. Giré hacia la puerta creyendo que era Héctor que volvía por su cuaderno, pero era una mujer que se sentó a su mesa. Me ganó la confusión. Y la desilusión. Sin embargo, a poco de observarla, su cara me resultó una vieja conocida.

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