Existen nombres en la literatura que, además de haber dado su propia obra, abrieron la escritura de otros. Maestros. Si hay dos que surgen al hablar de talleres literarios son los de Abelardo Castillo y Alberto Laiseca. Por sus grupos pasaron, durante décadas, muchas de las plumas que podrían resonar como sus herederos.
Hoy mismo, Castillo hubiera cumplido 90 años. Hace unos días, una jornada homenaje dedicada a su memoria en el museo Malba contó con la participación de colegas y amigos como Liliana Heker y la escritora y compañera del autor, Sylvia Iparaguirre. Una mesa con 17 personas unió a quienes pasaron por sus talleres en diferentes épocas. Por otro lado, la reciente publicación de libro Chanchín Laiseca, el maestro. Un retrato íntimo (Random House), acerca una biografía construida a cinco manos: las de Selva Almada, Rusi Millán Pastori, Guillermo Naveira, Sebastián Pandolfelli y Natalia Rodríguez Simón. Sobre el sentido y el trabajo de la escritura a la luz de esos maestros, los herederos de Castillo y Laiseca reflexionan sobre qué significó pisar esos espacios míticos.
Los de Abelardo
El escritor Gonzalo Garcés lo conoció a los 17 años y fue esporádicamente a su taller durante un año. “Hasta su muerte lo traté, y leyó y criticó todas las novelas y ensayos que publiqué”, dice. Sobre el taller, cuenta: “Lo más significativo de Abelardo como maestro fue el sentimiento trascendente que transmitía de admiración y amor por algo más grande que nosotros. Ese algo era la literatura; o más en general, la belleza. Un sentimiento de orden religioso y por eso entrar a su casa se sentía -daba la sensación de amplitud y de asombro- como entrar a una catedral. No era solemnidad, era algo muy hermoso, y que nos educaba y nos hacía mejores”.
Por su parte, Maximiliano Tomas, autor, crítico y actual director del Centro Cultural Recoleta, al frente además de la librería Verne, reflexiona: “Doy fe de que a Abelardo no le gustaba que lo llamaran ‘maestro’, imagino que por razones de humildad y pudor. Pero yo concuerdo con él en otro sentido: Abelardo no fue un maestro de escritores, en el sentido tradicional del término, entre otras cosas porque no tuvo discípulos. Era un astro que brillaba demasiado fuerte, y arrasaba con su entorno. No hay, a diferencia de lo que sucedió con Alberto Laiseca o con Liliana Heker, de donde emergieron autores como Samanta Schweblin, Selva Almada, Leonardo Oyola o Margarita García Robayo, autores notables que hayan salido de su taller de los jueves. Sí fue un escritor insoslayable, un perfecto guía de lecturas, un referente cultural, un intelectual comprometido con su tiempo, todo lo que tantos otros no llegaron a ser. Los grandes maestros son en algún momento superados por sus discípulos. Eso no podía suceder con Abelardo, quien por otra parte siempre decía que no podía enseñarle a escribir a nadie”.
Por 10 años, la autora Sandra De Falco fue al taller de Castillo. “No sé si es algo que pueda decir o dimensionar. Ha sido y sigue siendo una influencia decisiva en mi vida. Es algo que sigue sucediendo, tanto su influencia como mi formación. Sí puedo decir que no se podía no aprender a su lado, y algo de lo que aprendí, sin dudas, es a leer literariamente. Una de las tantas cosas por la que le estoy siempre, profundamente agradecida”. Por su parte, el escritor y editor Federico Bianchini resalta la pasión que Castillo transmitía por la literatura. Y también: “La perseverancia en la corrección, la dedicación hacia el texto, la rigurosidad en la lectura eran cosas que contagiaba. Tenía una lista de libros sugeridos y otros que, decía, eran imprescindibles; como Los hermanos Karamazov, La montaña mágica o Contrapunto. Recomendaba que, si te gustaba un autor, buscaras a los escritores y escritoras que ese autor disfrutaba y leía: así, decía, se iban formando universos de libros y lecturas, a los que llamaba familias literarias o espirituales”. Otro extallerista, el guionista y escritor Edgardo González Amer, dice: “Voy a excluir lo más conocido de Abelardo (su ética, su trayectoria, sus cuentos perfectos e inolvidables), porque esas virtudes, por sí solas, lo convierten en un gran maestro. Entonces voy a decir: su intuición para la didáctica y su afecto y compromiso con todos y cada uno de sus alumnos. Lo que él te enseñó, no te lo olvidas nunca”.
Los de Laiseca
La escritora Selva Almada pasó 15 años por su taller. Lo recuerda así: “Lai, que aparentemente podía parecer desprolijo, caótico, era muy ordenado para el trabajo y muy trabajador”. Y desde esa conducta, agrega: “Creo que aprendí de él esa seriedad para el trabajo, que cuando te convocan para hacer algo, no podés ir a improvisar, tenés que tomarte tu tiempo previo para armarlo, para escribir una charla o la presentación de un libro. Que no es simplemente que porque soy Laiseca vengo y lo hago al tuntún y como salga. Esa es una de las cosas que más admiración me causaban de él. Esa formalidad y seriedad con la que se tomaba el trabajo”.
La autora Natalia Rodríguez Simón estuvo una década en el taller. “Era paciente con la escritura. No daba fórmulas, no corregía detalladamente cada texto que se leía. Dejaba que cada uno buscara su camino, su estilo, las voces de sus textos. Él siempre decía: ‘El que se queda, gana’. Y contagiaba esa paciencia, esas ganas de transitar la escritura como un camino largo, bello. Apuntaba a crear una obra más que un texto. Esto para mí fue fundamental: enseñarme la paciencia de hilvanar el estilo, la singularidad”.
Guillermo Naveira destaca: “Lai era un maestro asombroso, en todas sus facetas. Una persona sensible, capaz de incomodarte, disruptivo y generoso a la vez. Nunca impuso su voz, nos dejaba crecer sin podarnos. Temperamental, pero con mucho respeto hacia la obra de sus discípulos. Fue fuego y fiesta. Nos acompañó y lo acompañamos hasta sus últimos días. Aprendimos mucho más que literatura con él”.
El realizador Rusi Millán Pastori llegó al taller filmando el documental Lai, y se quedó. “Para mí tenía la base de lo que creo que es un maestro. No te achicaba el mundo, lo volvía más grande. Te ayudaba a creer en lo tuyo y a ser paciente”. Otro de los autores, Sebastián Pandolfelli, lo define de este modo: “Tenía sus días buenos y malos, pero siempre te alentaba a escribir. Jamás hizo una mala crítica a algún texto de un alumno. Siempre nos decía: ‘Nunca tuve un alumno que escribiera tan mal como yo cuando empecé‘. También, que no hay que ser hipercríticos, que hay que leer más, escribir más y para eso hace falta vivir más. ‘El que se queda gana, confíen en su maestro’, decía. Y casi todos los que se quedaron, hoy están publicando”.
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