Desde que Rousseau sentó las bases del contrato social en la tríada libertad, igualdad y fraternidad, los ordenamientos jurídicos occidentales tuvieron un marco de referencia idéntico e ineludible. Empezó en la revolución francesa, que lo convirtió en su lema, y de ahí fue el punto de apoyo de casi todas las constituciones liberales.
La libertad y la igualdad tomaron preponderancia: la mayoría de los principios constitucionales las tienen como fundamento. La fraternidad quedó rezagada, al menos en ese ámbito. Tal vez por su amplitud conceptual, tal vez por su falta de desarrollo teórico, dejó lo jurídico y empezó a gravitar como una idea algo utópica y poco clara.
Ha sido un error, y hoy está quedando más patente que nunca. En el derecho su origen remite a Roma, a una institución central, la fratría: era la base de una sociedad estado que refería a una tribu compuesta por familias que tenían un ancestro en común. En lenguaje llano, el origen de las sociedades, y también de los Estados. Su significado y sentido evolucionó a partir del filósofo Edmund Husserl y su discípula Edith Stein, quienes llevaron el concepto hasta lo que hoy se conoce como empatía.
Empatía es una definición ética: se trata de ponerse en el lugar del otro. Tan básico pero tan difícil, que para Ortega y Gasset representa la definición del ser liberal; la tolerancia, a partir de entender las necesidades del prójimo. Bien vista, la empatía es el principio que debería guiar el sano ejercicio del poder.
Con perspectiva histórica, hay períodos en los que ha predominado de modo silencioso, siendo condición de posibilidad de tiempos de estabilidad sin igual (después de la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo). Otros, en los que dominó su fuerza opuesta, el resentimiento, ese motor de la historia tanto o más potente que la empatía, que nos llevó a momentos oscuros (previo a la Segunda Guerra Mundial).
El mundo está en uno de esos períodos poco luminosos. La Argentina también. Nadie profetiza momentos tan escabrosos, eso está claro. Lo que se quiere significar, es que la fuerza que predomina la política de nuestros tiempos es el resentimiento y no la empatía. Digamos que la fraternidad no está de moda. Se ve en todo el accionar del poder, que irradia de a poco en la sociedad y empieza a imponer un modo que atenta contra el entramado del contrato social que debiera unirnos.
Desde la escasa consideración a funcionarios que son expulsados con pocas explicaciones, pasando por el desprecio a opositores y periodistas, y llegando al ajuste impiadoso a los jubilados y estudiantes. Es la versión remixada del “roban pero hacen”; qué importa, mientras canalicen el resentimiento social. El problema es, sin embargo, práctico: ese estilo tiene un límite, que enseñaba el gran Maquiavelo: firmeza contra los enemigos, pero sin crear animadversión innecesaria, que a la corta o a la larga termina debilitando al príncipe. La enkrateia griega, en definitiva, que es el autodominio que debe tener cualquier gobernante para poder cumplir con ecuanimidad su deber de líder.
Libertad, igualdad y fraternidad son mucho más que principios, son una tríada dialéctica. Son la base del ordenamiento jurídico y político occidental y del contrato social. Sin uno, no hay otro; sin uno, no termina habiendo nada.
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