Dominic Lobalu encabeza un largo listado de atletas refugiados que lograron dejar atrás experiencias traumáticas y triunfaron en el deporte lejos de sus tierras. En su caso particular, la guerra de independencia de Sudán del Sur, donde nació el 16 de agosto de 1998, le arrancó de la vida a sus padres cuando era un niño de siete años y luego se convirtió en un destacado fondista. Posee todos los récords nacionales de su país en las pruebas de entre 1.500 y 10.000 metros, comparte junto a Julien Wanders la marca top a nivel europeo en los 10 kilómetros y en 2022 se puso ante los ojos del mundo al ganar la medalla de oro en los 3.000 mts. de la Diamond League disputada en Estocolmo. Y ahora dio la nota al convertirse en el primer refugiado en subirse al podio en una de las grandes competencias del atletismo: se quedó con el bronce en los 5.000 mts. del Campeonato Europeo disputado en Roma en el que compitió en representación de Suiza.
«Tiene una complexión muy, muy delgada, pero con mucha potencia. Corre con una zancada elegante, aterriza con suavidad y su impulso no requiere esfuerzo. Una vez que alcanza cierta velocidad, prácticamente se desliza por la pista. Su cabeza siempre permanece en el mismo lugar, no hay ningún tipo de rebote. Los pies de Dominic tocan el suelo casi exactamente por debajo de su cuerpo, lo que beneficia enormemente el impulso hacia delante. No es fácil expresarlo con palabras, hay que verlo», detalló Markus Hagmann, su entrenador, a ON, la marca de indumentaria deportiva que produjo «The Right to Race», cortometraje sobre la vida de este atleta con una historia bien especial.
Lobalu debe su éxito, en gran parte, a ese talento innato que Hagmann detectó la primera vez que lo vio, allá por 2019, cuando aún competía para el Equipo Olímpico de Refugiados con base en Kenia. Pero tan importante que esas condiciones físicas naturales para la carrera fue haberse encontrado con su actual coach y con toda su familia. «Nunca pensé que pudiera conocer personas tan buenas. Me lo dan todo y yo no les doy nada», les dijo entre lágrimas en un fragmento que se puede ver en el final del cortometraje. Lobalu encontró en Hagmann el cuidado que le hubiera dado el padre que ya no tenía.
Esta «historia de amor» arrancó en Ginebra en aquel 2019. Estaba becado por el equipo de refugiados y viajó a la ciudad suiza para disputar la prueba de los 10 kilómetros en el marco de uno de las competencias más importante del calendario. Y ganó. «Estoy muy feliz con este resultado. Volveré a entrenar aún más duro cuando regrese a Kenia», dijo con el trofeo y un ramo de flores en las manos. Pero no volvió más. Se escapó del hotel, una decisión drástica que iba a cambiar por completo su carrera.
— ¿Por qué? — le preguntan en el cortometraje.
— Para ayudar a mi familia — responde él, sin vueltas. Había emigrado a Kenia junto a sus cuatro hermanas, huérfanos los cinco, para alejarse de los disturbios políticos.
Aunque el Equipo Olímpico de Refugiados ya había ejercido como tal con 10 atletas en los Juegos de Río 2016, desfilando todos ellos detrás de la bandera olímpica en la ceremonia inaugural, hubo muchos que no creyeron en ese mensaje de esperanza que el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) en conjunto con el Comité Olímpico Internacional (COI) bajaron a los refugiados. Uno de ellos fue Lobalu y tenía sus motivos para dudar.
Es que consultó si ganaría plata por aquella victoria en Ginebra, pero recibió una respuesta dubitativa por parte de los directivos que habían viajado con él a Suiza. “Pensé: ‘esta gente me oculta algo’”, contó tiempo después. Y huyó despavorido de ahí.
— Tengo acá un chico que quiere correr — escuchó por esos días Hagmann, un atleta olímpico frustrado que se dedicó a entrenar a jóvenes corredores en Saint Gallen, al atender una llamada que llegaba desde la oficina de inmigración suiza.
— ¿Seguro? — contestó sorprendido.
— Quiere correr de verdad — no dudaron del otro lado del teléfono.
— Que venga a Saint Gallen, entonces.
Se trataba de Lobalu, de 20 años, quien aspiraba a una mejor vida, tanto para él como para sus hermanas, y pedía asilo desesperadamente. En ese momento, ganar una medalla de oro en una Diamond League, subirse al podio en un Europeo o participar en un Juego Olímpico todavía sonaban como relatos de ciencia ficción en su cabeza. Pero la llegada de su nuevo entrenador le cambió la vida y le hizo ver que todo eso era posible.
«Quiero ser el primer refugiado en ganar una medalla en los Juegos Olímpicos»
Las experiencias negativas que atravesó a lo largo de su vida, muchas de ellas traumáticas, lo llevaron a ser muy reservado en su relación con los demás y a desconfiar de todo lo que sucedía a su alrededor. «Mi primera impresión fue que se trataba de una persona cubierta de cicatrices, tanto físicas como mentales; alguien marchito y exhausto», le contó Hagmann a ON, la marca de indumentaria deportiva que viste a su pupilo.
«Al aprender un poco más sobre la tribu sursudanesa de la que provenía, empecé a entender que se guardaba muchas cosas. Nos llevó mucho tiempo hacerle entender que podía expresar su opinión, que yo necesitaba saber su opinión», añadió el entrenador. Y concluyó en torno a este punto: «El primer año consistió en demostrarle que tenía a alguien a su lado en quien podía confiar, quizá por primera vez en su vida. Quería demostrarle que tenía derecho a correr. Fue a los seis meses de estar juntos que se dio cuenta realmente de que lo estaba ayudando sin intentar quitarle nada a cambio. Antes de eso no hablaba mucho».
El propio atleta lo explicó con un ejemplo concreto: «Después de mi primera carrera me di cuenta de que Markus no intentaba aprovecharse de mí, empecé a confiar de verdad en él. Vi que el dinero de los premios me llegaba directamente. Antes nunca había sido así, siempre había algún intermediario».
Y así fue que forjaron una relación fraternal. «Dominic vivía a dos horas en tren. Cuando se mudó más cerca de mi casa, mi familia y yo acordamos que todos nos implicaríamos en su carrera. Venía a comer a casa y mis hijos le enseñaban alemán, se convirtió en parte de la familia. No habría funcionado de otra manera. Y su traslado hizo posible muchas cosas. Entrenaba los fines de semana y después desayunaba en casa», detalló.
Aprendió alemán, también inglés y evolucionó enormemente como corredor. «Mis piernas no aterrizaban del todo rectas y mis brazos se movían demasiado. Trabajar con Markus y un fisioterapeuta me ayudó a mejorar en ese aspecto. También aprendí ciertas estratégicas para las carreras, como no adelantar en las curvas. Me dijo que desperdiciaba mi energía haciendo eso y que debía esperar a las rectas. Nunca progresé tanto como con él», explicó.
Tanto progresó que marcó un hito al convertirse en el primer atleta refugiado con una medalla en uno de las grandes competencias del atletismo. Y lo logró en su primera competencia internacional, luego de que World Athletics revisara su decisión y en mayo anuncie que se le permitiría competir en el Europeo de Roma. El fallo inicial indicaba que, sin pasaporte suizo, podía postularse para competir para Suiza recién a partir de abril de 2026. Apeló y obtuvo resultados.
No estará en París 2024, cuya delegación de 36 atletas refugiados se anunció antes de que se conociera que Lobalu podría competir a nivel internacional. Igualmente, a los 25 años, no pierde la esperanza. «Quiero ser el primer refugiado en ganar una medalla en los Juegos Olímpicos», dijo alguna vez.
Ese objetivo tiene lugar y fecha: Los Ángeles 2028. Allí apuntará.