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La fascinante metamorfosis de la amiga de Borges que pasó de la ciencia a ser la primera maga argentina

La hija mayor de José Ingenieros abandonó la biología para convertirse en ilusionista profesional. Una obra de teatro rescata su historia increíble. El actor Boy Olmi, que la conoció siendo un niño, quedó fascinado por esa mujer que tocaba el acordeón y le enseñaba juegos de energía en las reuniones familiares.

Mariana Mactas

Kamia (Foto: Prensa Caro Alfonso)

Kamia (Foto: Prensa Caro Alfonso)

Una mujer espía por un agujero de la carpa los números del circo en el que trabaja. Conversa con los peones, en los tiempos muertos que anteceden a su número. Su show de magia. Se llama Delia Ingenieros, pero en ese universo que eligió, y que tanto la fascina, es Kamia. Es el 4 de agosto de 1949, y ella hace su primera función como ilusionista profesional, en el Gran Circo de los Harry. Es la primera maga argentina.

Muy poco tiempo antes de ese momento, cuando ella tenía 33 años, era la bioquímica de guardapolvo blanco que trabajaba en la sección Bacteriológica del Instituto de Microbiología Agrícola. Se había preparado para llegar ahí, había estudiado. Pero en algún momento perdió el entusiasmo y decidió pegar el volantazo. Prepararse para convertirse en ilusionista. No imaginaba que hoy se la iba a recordar como la primera maga argentina.

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Claro que Delia era la hija mayor del intelectual José Ingenieros, que también fue médico, docente, ensayista, autor de “El hombre mediocre” y “Las fuerzas morales”. Una familia de avanzada: una hermana cirujana, un hermano que hacía cine y Cecilia, bailarina y coreógrafa, cortejada por Jorge Luis Borges. Delia escribió junto a Georgie el libro Antiguas literaturas germánicas, publicado por el Fondo de Cultura Económica en 1951.

Cecilia fue la que le contó al escritor la historia en la se basó para escribir Emma Sunz. “Ella estaba olvidada. Cecilia, su hermana, era más famosa que ella. Por su danza, por su relación con Borges. Los magos sí recuerdan a Kamia, pero porque era mujer y científica, no porque fuera una gran maga”, dice Leni González, periodista cultural y autora de una puesta teatral sobre Kamia que puede verse, dirigida por Cecilia Meijide, los sábados a las 17 en el Teatro El Extranjero.

La fascinante metamorfosis de la amiga de Borges que pasó de la ciencia a ser la primera maga argentina

“Memorias de una maga”, con Eugenia Alonso en su primer unipersonal como Kamia, toma su título precisamente de las memorias que Delia/Kamia publicó, contanto su propia historia. “Escribe sus memorias en los años cincuenta, y allí habla de seguir tus sueños”, dice Leni. “Me pegó porque creo que el aburrimiento es una fuerza muy poderosa, o un dolor, que se subestima. Y ella va contra eso. Ella miraba por la ventana en ese laboratorio, escuchaba a los chicos jugar y sentía que quería emoción, riesgo. Se fascina con el mago húngaro Wong, con Juan Hoffman, que se movía en una Harley Davidson con sidecar, todo vestido de cuero, la moto pintada con dragones, un personajón tremendo. Ella estaba fascinada con él. Él le pedía que se vistiera un poco más sexy, porque eso sirve en un show de magia, pero ella le hizo caso a medias. Siempre tuvo otro estilo. Muy diferente a lo que se usaba”.

Pegado el volantazo vocacional, Delia, que recibió una formación sólida y hablaba bien varios idiomas, inaugura su atelier de magia en Plaza Once en el año 1948. Mientras practica con amigos, familiares, en hospitales y asilos, haciendo números de magia. Su primer sueldo como maga lo gana un año más tarde ($50) gracias a una actuación en un hogar de niños.

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“Conocí a Delia Ingenieros de Rostchild cuando ya era Kamia, probablemente la primera maga de la Argentina —dice el actor Boy Olmi—. Todos sabíamos que se trataba de la hija de José Ingenieros, había perdido a su padre a los 10 años, lo cual nos generaba un enorme respeto en la familia. Ella era amiga íntima de mi tía Perla, que a su vez también era un personaje. Y venía a la casa de mis abuelos, a las reuniones familiares, a las comidas. A mí me llamaba mucho la atención, porque tocaba el acordeón, porque hacía magia, y porque tenía un ingenio, una curiosidad, una erudición y un humor muy llamativo. Su aspecto era el de una mujer severa, medio antigua, zapatos abotinados, anteojos pequeñitos, pelo recogido, traje sastre, con una pollera larga. Era para mí una especie de Madame Curie. Las charlas eran sobre la ciencia. Tengo una publicación de ella que se llama El cactus de las visiones, donde hablaba de plantas psicotrópicas, alucinógenas, un poco siguiendo la idea de Huxley, supongo. También un libro de ella de cuentos suyos en el que aparecía con otro anagrama de su nombre: Lía Demaika, su nombre como escritora. Y aprendí de ella muchas cosas. Una de las que más recuerdo y más práctico es un juego que ella me presentó como ‘pif paf’. Es un juego de equilibrio y manejo de la energía, en el que dos personas se paran frente a frente y el objetivo es hacer que el otro mueva las plantas de los pies, simplemente chocando las palmas de las manos, pegando hacia adelante y dejando que el otro se venga con su peso. No es un juego de fuerza, sino que tiene algo de las artes marciales. Yo lo practico con actores, en ensayos, en lugares para poner la energía en movimiento, es fantástico. Más tarde, cuando yo era un adolescente, la invitaba a mis propias fiestas. Era perfecta para el mundo de rock and roll y psicodelia, venía a una reunión mía, tocaba el acordeón y hacía sus actos. Quise muchísimo a esa mujer y me conmueve mucho que ahora exista una obra sobre ella. Vamos Kamia, aún vigente”.

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“Se palpita mi renegado origen intelectual”, escribió sobre su experiencia en el circo. Un origen que ella prefería pasar desapercibido, para protegerse del prejuicio de la gente de circo hacia los intelectuales. Para adaptarse. De todas formas, por mucho que intentara ser una más, llamaba la atención. Su manera de expresarse, su facilidad para los idiomas, su forma particular de vestirse. “El padre era socialista, un humorista tremendo, un tipo que investigaba la hipnosis, la parapsicología, que funda la Sociedad Argentina de Psicología, que iba en contra de lo dogmático —cuenta Leni González—. Y Delia era snob. Experimentaba con alucinógenos y hacía muchas cosas”.

“Me gustan mucho las historias de volantazos”, dice Leni. “Me gustan más los volantazos que la resistencia. Los que dan un portazo, mandan todo a la mierda y se juegan por lo que quieren. Eso me cautivó de ella. La única forma de zafar del aburrimiento es seguir al corazón, no a la cabeza. Y ella lo hizo”.

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Curiosa, capacitada, logró tocar bien el acordeón; también tocaba piano. Participó en encuentros de niños y adultos sobre psicología experimental, dio clases en el Centro Mágico Fu Manchú, de su mentor, su admirado mago Wong. Y se casó con Hans Bertold Rothschild, con quien no tuvo hijos. Su libro, Memorias de una maga, se publicó en 1956. Su última actuación profesional fue en diciembre de 1952. Con la muerte temprana de su marido, Delia volvió a la ciencia. Trabajó en el Museo de Ciencias Naturales de Parque Centenario.

Murió vestida con un camisón, o quizá un deshabillé, que debía tener nylon. Fue a hacerse un té y la manga se le prendió fuego. El hermano, que vivía al lado, escuchó sus gritos, llegó para ayudarla, pero Delia, pero ya tenía el cuerpo tomado. La trasladaron al Instituto del Quemado y nada pudieron hacer los médicos. Tenía 80 años. La primera maga argentina, dueña de una de esas historias de vida increíbles que parecen aguardar, entre los pliegues del tiempo, a que alguien las descubra para contarlas.

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