Son las cuatro de la tarde de un jueves y Delia Caballero (63) se prepara para cocinar para unas 200 personas. Después de 14 años de hacer lo mismo, es una tarea tan llena de amor como automatizada. La ayudan dos de sus hijas, Rosa y Rocío, y una vecina, Patricia.
En una hora y con un táper en la mano, calcula, van a llegar las primeras familias, aunque tengan que esperar hasta las seis para que la comida esté lista y puedan llevarse las raciones que servirán como cena. Para algunos, esa será la comida más calórica e importante del día; para otros, la única o la primera.
“Rocío de miel” es un comedor comunitario familiar que Delia abrió en 2009, de un día para otro, cuando presenció con mucha tristeza una realidad que atraviesa a muchos barrios de la Argentina, pero que ella vio a la vuelta de su casa: “Fui a comprar un helado y me crucé con una excompañera de mi hija y su mamá buscando comida entre la basura”, recuerda. La impotencia que sintió fue tanta que esa misma tarde, al llegar a su casa, le propuso a Oscar, su marido, abrir un merendero.
“Mi familia pasó por una situación similar, cuando mi marido se quedó sin trabajo y mis hijos eran chicos”, explica mientras revuelve con una cuchara de madera una olla de 100 litros llena de arroz, verduras y albóndigas. Y sigue: “Todo lo que hoy tenemos nos costó mucho, pero siento que tenemos algo que devolver, que podemos ayudar a otros”.
Al final, ese merendero se volvió un comedor que funciona en el patio de su casa, ubicada en el barrio Mitre de la ciudad bonaerense de San Miguel. Hasta ahí, de lunes a jueves, van unas 45 personas, que retiran unas 200 raciones de comida: en total, la familia Caballero ayuda a 200 niños, adolescentes, adultos y adultos mayores.
Hace tres años que Delia y Oscar se jubilaron con la mínima, pero siguen sosteniendo su obra. ¿Cómo hacen para solventar los gastos? Gran parte de lo que cobran de jubilación lo invierten en comida. Y sus ocho hijos (varios se casaron y ya no viven con ellos pero colaboran) hacen algún aporte, más allá del tiempo que le dedican. Entre todos, arman un “fondo común”. Con ese dinero, compran mercadería, a precios muy bajos en Nilus, una aplicación que compra y vende alimentos sin intermediarios, y en donde puedan conseguir mercadería económica.
Uno de sus principales aliados en la tarea de darle de comer a tantas personas todos los días es el Banco de Alimentos de Buenos Aires, una fundación que recibe donaciones de alimentos y luego los distribuyen entre organizaciones sociales que dan asistencia alimentaria. A cambio, las organizaciones, como Delia, tienen que hacer una contribución voluntaria y simbólica, algo así como el 5% del valor comercial de los productos que retiran.
Sin embargo, reconocen, cada vez es más difícil mantenerlo abierto. De hecho, varios de sus hijos le piden que lo cierre. “Yo no puedo cerrarlo ni dejar a tantas personas sin comer, el comedor se ha vuelto mi vida”, dice.
“Hay alimentos imposibles de comprar”
Liliana tiene 58 años y hace cuatro que va al comedor para buscar comida para ella, sus hijas y sus nietos. “No nos alcanza la plata. Por eso, un vecino me contó lo que Delia estaba haciendo. Conocerla fue una bendición”, cuenta Liliana, que se ocupa de cuidar a varios de sus nietos y vende tortas y budines que ella misma prepara en el horno eléctrico que tiene en su casa, a unas cuadras del comedor.
“A veces no me alcanza ni para un kilo de azúcar. La harina está cada vez más cara, igual que los útiles de los chicos para el colegio”, dice Liliana y sigue: “Hay alimentos que son imposibles de comprar y lo que ellos hacen es asombroso”. Ayer, por ejemplo, Delia le llenó el táper con fideos con albóndigas y, de postre, gelatina.
El comedor Rocío de Miel aparece como un paliativo para los vecinos a los que no les alcanza el dinero para lo más básico: la comida. Es una realidad bastante generalizada: el 44,7% de los argentinos viven en la pobreza y la indigencia alcanza al 9,6% de la población. Hay otro dato alarmante: en la Argentina, el 20% de las personas reducen las porciones de alimentos, se saltean comidas o, directamente, pasan hambre. Es el peor registro desde 2005.
Mientras Rosa, Rocío y Patricia sirven la comida en los recipientes que llevan los vecinos, Delia explica que toda la familia trabaja en el comedor, pero que en la cocina siempre son dos, ella y una de sus hijas. Uno de sus yernos y Oscar, que trabajó como chofer de colectivo, son los que todos los meses van a buscar mercadería al Banco de Alimentos o, si se trata de alguna carne, a Nilus.
Para servir y ayudar con lo que va surgiendo, se van turnando pero por lo general son sus hijas Tamara, Rocío y Rosa quienes más participan. “Hubo una época en la que poníamos mesas en el patio y las personas comían acá. Todo eso se terminó cuando vino la pandemia”, cuenta Delia.
Mantener el comedor no ha sido fácil y si bien la familia se niega cerrarlo, en el medio de este proceso han tenido que sacrificar varias cosas, como su jardín, que quedó desecho luego de organizar tantos encuentros allí. Hace años que el matrimonio no se toma vacaciones y que tiene las tardes dedicadas a servir alimentos.
“Nuestra plata se va al comedor”, señala Oscar y continúa: “Yo quería cambiar la camioneta, arreglar algunas cosas de nuestra casa y pintar, pero son gastos que no nos podemos permitir”.
“Vimos personas salir adelante”
“Algunos de mis hijos y mis nietos me piden que cierre el comedor porque estoy grande, enferma y cada vez nos cuesta más mantenerlo, pero simplemente no puedo hacerlo”, asegura Delia.
En todos estos años, solo dos veces tuvieron que cerrar pero solo por unos días: cuando a Rocío le diagnosticaron cáncer de útero en 2011 y cuando se lo diagnosticaron a ella, dos años atrás. Hoy ninguna de las dos tiene cáncer, pero Delia tiene problemas de salud como consecuencia del tratamiento.
“Al principio, la idea me había caído mal”, dice Rosa y sigue: “Antes de que abriéramos el comedor, habíamos sido nosotros los que estuvimos del otro lado, pasándola mal porque mi papá se había quedado sin trabajo. Pero cuando vi una necesidad más grande en las personas que se acercaban al comedor, no pude dejarlo”. Rosa tiene 43 años y cuatro hijos que con frecuencia ayudan a repartir la comida.
Oscar dice que el día que abrieron por primera vez, al comedor fueron 50 personas: “Delia me había dicho que solo iban a ser 30 chicos pero cada vez venían más”, asegura. A la semana, esos 50 se transformaron en 100. Finalmente, llegaron a los 200 que ayudan hoy.
“Hemos visto muchos niños hacerse adultos y a muchas personas salir adelante”, afirma Oscar mientras recuerda a Brian: “Venía cuando era adolescente y en esa época sus amigos no eran una buena influencia para él. Nosotros charlábamos mucho y creo que gracias a eso pudo salir de una situación de pobreza”. Lo último que supo de él fue que se casó, tuvo hijos y hoy trabaja para Edenor.
“Ayudé a muchas personas con adicciones y acompañé a mujeres a denunciar abusos. Mis hijas les enseñaron a muchos chicos a sonarse la nariz y cortarse las uñas. Cuando vivís en una situación de pobreza, todo se te da vuelta y es difícil salir de ahí sin alguien que nos acompañe”, explica Delia y cuenta que la familia suele organizar festejos algunos días especiales. “Días del Niño, de la Madre y Navidades”, asegura.
La lluvia es una de las razones para encontrar el comedor cerrado porque todo lo que cocinan, lo preparan en el patio, sobre un fogón a leña. La Navidad pasada, por ejemplo, no pudieron festejar: “La tormenta de esos días nos lo impidió pero cuando viene la gente, esto se convierte en una fiesta”, dice. Para estos eventos, han recibido donaciones de pan dulce, bicicletas y canastas con golosinas por parte de algunas empresas.
Cielo tiene 14 años y dice que viene al comedor desde que “era una pulga”, unos años después de su apertura. Antes solía venir con su mamá pero hoy vino acompañada por tres de sus hermanas, ninguna tiene más de nueve años. “Nos llevamos cuatro recipientes, que repartimos entre mi familia. En total somos 13″, explica.
Por un momento, Cielo desaparece. Se fue a jugar con los vecinos de enfrente. Delia la llama y la reta: “Es muy chica para juntarse a jugar con varones, yo los cuido como si fueran mis hijos”. Mabel, está atrás de Cielo. Tiene 63 años y se acerca con dificultad a buscar su táper por una lesión que tiene en su pierna. “Hace dos años que vengo, estoy sola con mi hija y dos nietos. Venimos porque tenemos mucha necesidad y Delia nos ayuda a todos. Mi hija trabaja en un lavadero por muy poca plata y todas estas comidas nos ayudan un montón”, asegura.
“Hoy los chicos llegan a casa de la colonia y se pueden comer la gelatina que nos dio de postre Delia”, asegura Liliana. Hace unos años, pudo terminar el secundario junto a una de sus hijas y salir de una relación abusiva. Hoy, sueña con tener su propia panadería y poder salir de su delicada situación económica: “El comedor nos cambió la vida, yo no sé qué comeríamos si no fuese por ellos”.
A pesar de todas las complicaciones a las que se enfrentan hoy, Delia no se imagina su vida sin Rocío de Miel. “Cada vez es más difícil mantener el comedor. Hoy por hoy, lo que más hacemos es guiso porque es para lo que nos alcanza”, asegura Delia. Antes, recuerda, hacían canelones, empanadas, pizzas y muchos otros menúes que ya no pueden costear. “Aún así, no puedo dejarlo, quiero devolver algo de lo que la vida me ha dado”, asegura.